Carta de León Degrelle dirigida al Papa Juan Pablo II con respecto al Tema del Holocausto
León Degrelle, General de la Waffen-SS, portador de la
Cruz de Caballero de Hierro con hojas de roble, así como también infinidad de condecoraciones
por su gran valor en los combates cuerpo a cuerpo en el Frente del Este.
Comandante de la División No. 28 “Wallonie”, de la Waffen SS.
La
Revista “CEDADE”, número 161 de junio de 1988, publicó una carta del General
Degrelle, dirigida al Papa, en la cual ponía en duda el “Holocausto”. Esta
carta fue traducida a varios idiomas y difundida cientos de miles de veces en
todo el mundo. Nuestros medios de comunicación, sin embargo, han acallado este
escrito.
PERSECUCIÓN:
León Degrelle fue sentenciado a la muerte, en su ausencia, por ser jefe del
movimiento Rexista en Bélgica y por supuesta “colaboración”. Degrelle, desde
finales de la guerra, vive exiliado en España, donde continúa infatigablemente
su lucha por la Verdad y la Justicia.
Transcribimos aquí en forma
completa, la carta del Gral. León Degrelle, dirigida al Papa Juan Pablo II:
A SU SANTIDAD EL PAPA JUAN PABLO II
CIUDAD DEL VATICANO
Muy Santo Padre:
Soy León Degrelle, el Jefe máximo belga
antes y durante la Segunda Guerra Mundial, el Comandante de los voluntarios
belgas del Frente del Este, luchando en la 28ª División de la Waffen SS
“Wallonie”. Ciertamente esto no es una recomendación a los ojos de la gente.
Pero yo soy católico como usted y me creo por este hecho autorizado a escribiros,
como a un hermano en la fe.
He aquí de qué se trata: la prensa
anuncia que con motivo de vuestro próximo viaje a Polonia entre el 2 y el 12 de
junio de 1979, S.S. (Su Santidad) va a celebrar la misa con todos los obispos
polacos en el antiguo campo de concentración de Auschwitz. Yo encuentro, os lo
digo de antemano, muy edificante que se rece por los muertos, sean cuales sean
y donde sea, incuso delante de unos honor crematorios flamantes, de ladrillos
refractarios inmaculados.
Pero me asaltan ciertas aprensiones, a
pesar de todo.
S.S. es polaco. Esta condición aparece
sin cesar, y es humano en vuestro comportamiento pontificial. Si os impresionan
viejos resentimientos de patriota que participó de lleno en su juventud en un
duro conflicto bélico, podríais estar tentado de tomar partido una vez hecho
Papa, en disputas temporales que la historia no ha esclarecido aún
suficientemente.
¿Cuáles fueron las responsabilidades
exactas de los diversos beligerantes en el desencadenamiento de la Segunda
Guerra Mundial? ¿Cuál fue el papel de ciertos provocadores? Vuestro presidente
del Consejo de Ministros, el Coronel Beck, que todo el mundo sabe que era un
personaje bastante sospechoso, ¿se comportó acaso en 1939 con toda la
ponderación deseada? ¿No rechazó con demasiada soberbia ciertas posibilidades
sin entendimiento?
¿Y después? ¿La guerra fue
verdaderamente tal como se ha dicho? ¿Cuáles fueron las fallas, e incluso los
crímenes de unos y de otros? ¿Se han sopesado siempre con objetividad las
intenciones? ¿No se ha desvirtuado a la ligera o con mala fe, porque la
propaganda la reclamaba, la doctrina del adversario atribuyéndole unos
proyectos y endosándole unos actos cuya realidad puede estar sujeta a numerosas
dudas?
A pesar de que la iglesia siempre está
mucho mejor informada que nadie, a través de dos mil años de circunspección ha
evitado siempre las posturas precipitadas, y ha preferido juzgar siempre sobre
hechos probados, con calma, después de que el tiempo ha separado el grano de la
cizaña, los furores y las pasiones. La Iglesia siempre se distinguió
especialmente por una moderación extrema a lo largo de la Segunda Guerra
Mundial. Siempre se guardó cuidadosamente de propagar locas elucubraciones que
corrían entonces. Muy Santo Padre, sobre vuestro suelo patrio –en Auschwitz
particularmente-, afectado quizás por ciertas visiones incompletas del pasado,
¿va usted simplemente a rezar…?
Temo sobre todo, que vuestros rezos, e
incluso vuestra simple presencia en esos, lugares, sean inmediatamente
desvirtuados de su sentido profundo, y sean utilizados por propagandistas sin
escrúpulos, que los usarán, escudándose en vos, para las compañas de odio a
base de falsedades que emponzoñaban todo el asunto en Auschwitz desde hace más
de un cuarto de siglo.
Sí, falsedades.
Después de 1945 –abusando de la psicosis
colectiva que a base de habladurías incontroladas había transformado a
numerosos deportados de la Segunda Guerra Mundial- la leyenda de las
exterminaciones masivas de Auschwitz ha alcanzado al mundo entero.
Se han repetido en millares de libros
incontables mentiras, con una rabia cada vez más obstinada. Se las ha reeditado
en colores, en películas apocalípticas que flagelan furiosamente no sólo la
verdad y la verosimilitud, sino incluso el buen sentido la aritmética más
elemental, y hasta los mismos hechos.
Usted, Muy Santo Padre, fue, según se
dice, un resistente a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, con los riesgos
físicos que comporta un combate contrario a las leyes internacionales. Ciertas
personas añaden que usted estuvo internado en Auschwitz; como , tantos otros,
usted ha salido de allí, ya que usted es actualmente Papa, un Papa que con toda
evidencia, no huele demasiado al famoso gas Zyclon B. Su Santidad, que ha vivido
en estos lugares, debe saber mejor que cualquier otro, que esos gaseamientos
masivos de millones de personas nunca fueron en realidad. S.S., como testigo de
excepción, ¿ha visto personalmente efectuar una sola de estas grandes masacres
colectivas repetidas una y otra vez por propagandistas sectarios?...
Claro que sufrió en Auschwitz. En otras
partes también. Todas las guerras son crueles. Los centenares de miles de
mujeres y niños atrozmente carbonizados por orden directa de los Jefes de
Estado aliados, en Dresde, Hamburgo, Hiroshima y Nagasaki, tuvieron unos
padecimientos políticos mucho más horribles que los sufridos por los deportados
políticos o los resistentes (entre ambos el 25% de la población total de los
campos), objetores de la conciencia, anormales sexuales o criminales de derecho
común (7% de la población concentrada) que padecían, y a veces morían en los
campos de concentración del III Reich.
El agotamiento les devoraba. El
hundimiento moral eliminaba las fuerzas de resistencia de las almas menos
templadas. Las crueldades de ciertos guardianes desnaturalizados alemanes, y
más a menudo no alemanes, de los “kapos” y otros deportados convertidos en
verdugos de sus compañeros, se sumaban a la amargura de una promiscuidad
multitudinaria. Cabe pensar que en algún campo hubiese algún chiflado que
procediera con experiencias de muerte inéditas o fantasmas monstruosos en
torturas o asesinatos.
Sin embargo el calbario de la mayor
parte de los exiliados habría terminado felizmente el día tan esperado del
inicio de la paz, si no se hubiera abatido sobre ellos a lo largo de las
últimas semanas la catástrofe de epidemias exterminadoras, ampliadas aún más
por los fabulosos bombardeos que destrozaban las líneas de ferrocarril y las
carreteras, y enviaban a pique los barcos cargados de presos como ocurrió en
Lübeck. Estas operaciones aéreas masivas destruían las redes eléctricas, los
conductos y depósitos de agua, cortaban todo abastecimiento, imponían por
doquier el hambre, hacían imposible todo transporte de evacuados. Las dos terceras
partes de deportados muertos a lo largo de la Segunda Guerra Mundial,
perecieron entonces víctimas del tifus, de la disentería, de hambre, de las
esperas interminables sobre las trituradas vías de comunicación. Las cifras
oficiales lo establecen. En Dachau, por ejemplo, según las mismas estadísticas
del Comité Internacional, murieron en enero de 1944, 54 deportados; en febrero
de 1944: 101; pero en el mes de enero de 1945 murieron 2,888, y en febrero de
1945 murieron 3,977. Sobre el total de 35,613eportados muertos en este campo de
1949 a 1945, 19,296 fallecieron durante los últimos 7 meses de hostilidades; y
queda demostrado que el terrorismo aéreo aliado no tenía ya ninguna utilidad
militar, pues la victoria de los aliados al principio de 1945, ya estaba
totalmente asegurada. Y por tanto ya no era necesario de ningún modo, dicho
terrorismo aéreo aliado.
Sin esta loca y brutal trituración a
ciegas, millares de internados hubiesen sobrevivido en lugar de convertirse
.entre abril y mayo de 1945- en macabros objetos de exposición alrededor delos
cuales bullían manadas de negrófilos de la prensa y del cine, ávidos de fotos y
películas con ángulos y vistas sensacionalistas y de un rendimiento comercial
asegurado. Unos documentos visuales, cuidadosa y previamente retocados,
sobrecargados, deformados, y generadores de crecientes odios.
Estos correveidiles de la información
hubiesen podido también tomar kilómetros de fotografías similares de cadáveres
de mujeres y niños alemanes, cien veces más numerosos, muertos exactamente de
la misma manera: de hambre, de frío o ametrallados sobre los mismos helados
vagones al descubierto, y sobre los mismos caminos ensangrentados. Pero esas
fotos, igual que las de la inmensa exterminación de las ciudades alemanas que
nos descubrirían seiscientos mil cadáveres, ¡ya se guardarían bien de darlas a
conocer! Hubiesen podido turbar los ánimos, y sobre todo, templar los odios. Y
la verdad es que el tifus, la disentería, el hambre, los continuos
ametrallamientos aéreos, golpeaban indistintamente en 1945, tanto a los
deportados extranjeros como a la población civil del Reich, todos atrapados por
unas abominaciones propias del fin del mundo.
Por lo demás, Muy Santo Padre, en lo que
se refiere a una voluntad formal de genocidio, ningún documento ha podido
aportar le menor prueba oficial de ello, desde hace más de 30 años. Más
especialmente, en lo que concierte a la pretendida cremación en Auschwitz de
millones de judíos en fantasmales cámaras de gas de Zyclon B, las afirmaciones
lanzadas y constantemente repetidas desde hace tantos años en una fabulosa
campaña, no resisten un examen científico serio.
Es descabellado imaginar, y sobre todo,
pretender que se hubieran podido gasear en Auschwitz 24,000 personas por día,
en grupos de 3,000, en una sala de 400 m. cúbicos, y menos aún a 700 u 800 en
unos locales de 25 m. cuadrados de 1,90 metros de altura, como se ha pretendido
a propósito del campo de Belzec: 25 metros cuadrados, o lo que es lo mismo, la
superficie de un dormitorio. Usted, Santo Padre, ¿lograría meter 700 u 800
personas en vuestro dormitorio?
Y 700 u 800 personas en 20 metros
cuadrados, esto hace 30 personas por cada metro cuadrado. Un metro cuadrado con
1.90 metros de altura, ¡es una cabina telefónica! ¿Su Santidad sería capaz de
apilar a 30 personas en una cabina telefónica de la Plaza San Pedro o del Gran
Seminario de Varsovia? ¿O en una simple ducha?
Pero si el milagro de los 30 cuerpos
plantados como espárragos en una cabina telefónica o el de las 800 personas
apiñadas alrededor de vuestra cama se hubiese realizado, un segundo milagro
tenía que haberse producido inmediatamente, pues las 3,000 personas ¡el
equivalente de dos regimientos! –hacinadas tan fantásticamente en la habitación
de Auschwitz, o las 700 u 800 personas apretujadas en Belzec a razón de 30
ocupantes por metro cuadrado, ¡habrían perecido casi al instante, asfixiadas
por carencia de oxígeno! ¡No hubieran hecho falta las cámaras de gas! Todos
habrían dejado de respirar, incluso antes de que hubiese terminado de hacinar
los últimos, que se cerrasen las puertas y se esparciera el gas por la sala. ¿Y
cómo se hacía esto último? ¿Por unas hendiduras¡ ¿Por unos agujeros? ¿Por una
chimenea? ¿Bajo forma de aire caliente? ¿Con vapor? ¿Vertiéndolo sobre el
suelo? ¡Cada uno cuenta lo contrario del otro! El Zyclon B, no alcanzado más
que a cadáveres, ¡no hubiese representado la menor utilidad!
De todas maneras, el Zyclon B es, como toda
persona interesada en la ciencia puede saber, un gas de empleo peligroso,
inflamable y adherente. Hubiesen sido necesarias, e incluso indispensables,
veintiuna horas de espera antes de poder retirar el primer cuerpo de la
fantástica sala.
Sólo después se hubieran podido extraer,
como se han complacido en contárnoslo con miles de detalles escabrosos, todos
los dientes de oro, todas las fundas de plomo en las que escondían, se dice,
diamantes, de cada lote de seis mil mandíbulas rígidas ¡tres mil personas!-,
contraídas tras la muerte, o de 48,000 mandíbulas diarias si se creen las
cifras oficiales de 24,000 gaseados cotidianos solamente en Auschwitz.
Muy Santo Padre, por muy santo que sea
Su Santidad, usted tendrá que soportar al dentista alguna vez, ¡con más o menos
resignación! ¿Os han extraído un diente? ¿Dos dientes? ¿Se os ha instalado en
una silla de dentista con potentes enfocados sobre las mandíbulas, con útiles
perfeccionados y con un paciente que se presta a sus prescripciones? Pues bien,
la extracción en unas óptimas condiciones, tarda su tiempo. ¿Un cuarto de hora?
¿Media Hora? En Auschwitz, según las leyendas, a los cadáveres que yacían en el
suelo era necesario abrirles, con muchas dificultades, las mandíbulas
endurecidas, descontraerlas y tratarlas mediante instrumental necesariamente
primitivo. Con ocho operadores en total: es la cifra oficial. Y después tenían
que examinarlos sin luz apropiada, a ras del cemento, y no solamente un punto
enfermo de la dentadura… ¡sino las dos mandíbulas enteras! ¡Arrancar, vaciar,
limpiar! ¿Puede hacerse esto en menos tiempo que en casa del especialista,
perfectamente equipado?
Dígnese Su Santidad coger un lápiz. A
razón de un cuarto de hora por dentadura y con ocho individuos a pleno
rendimiento en la operación, se podría llegar a 16 cadáveres tratados por hora,
es decir 160 en una jornada de 10 horas sin un minuto de descanso… Piense Su
Santidad incluso en una estajanovista de las dentaduras, y doble ritmo de las
extracciones, lo que es además materialmente imposible, esto supondría 320.
Entonces, Muy Santo Padre, ¿cómo imaginar cremaciones de 3,000 judíos de una
sola vez? ¿Y las jornadas de 24,000 gaseados con Zyclon B, que representarían
48,000 dentaduras para vaciar, o sea más de 760,000 de dientes a examinar
diariamente? Ateniéndose simplemente a lose seis millones de judíos muertos
–algunos han doblado y triplicado la cifra que la propaganda machaca
continuamente en nuestros oídos-, estos extractores de mandíbulas hubiesen
seguido, unos años después de la guerra, en plena actividad. Estas
extracciones, solamente estas extracciones, en diez horas de labor
ininterrumpida, ¡hubiesen absorbido un trabajo de 1,875 jornadas de todo el
equipo de 8 individuos!
Pero además, estas extracciones sólo
eran una formalidad preliminar. Hacía falta también rapar millones de
cabelleras. Después, antes de pasar los cadáveres al horno, se procedía –según
lo que todos los “historiadores” de Auschwitz afirman excátedra- el examen de
todos los anos y todas las matrices, de cuyo fondo se traba de recuperar los
diamantes y las “joyas” que hubieran podido ser escondidas. ¿Se imagina usted
esto Muy Santo Padre? ¡Seis Millones de anos, tres o cuatro millones de
matrices limpiados a fondo, cuando se nos ha explicado que después de los gaseamientos
masivos, los cuerpos chorreaban excrementos, sangre femenina y otras
inmundicias! En estos órganos sucios, los dedos, las manos de los operadores
debían revolverlo todo, descubrir los supuestos diamantes escondidos,
extraerlos pegajosos, lavarlos, lavarle ellos, 24,000 veces por día (los anos),
15 ó 20,000 veces por día (las matrices) ¡Es una locura! ¡Todo esto es de
locos! Y no hablemos de las actividades complementarias: fábricas de abonos y
fábricas de jabones, de las cuales el delirante profesor Poliakov habla sin
pestañear.
Estas operaciones de gaseamiento, de
corte de pelo, de extracción de dientes, de limpieza de órganos, realizadas
sobre seis millones de judíos, o siete millones, o sobre quince millones según
el Padre Riquet, o sobre viene millones –¡es decir más que los judíos
existentes entonces en el mundo entero!- según el diccionario Larousse,
¡seguirían todavía si se admitieran como exactas las afirmaciones “oficiales”
de los manipuladores de la “historia” de Auschwitz! ¡Entonces sí que tendría
Ud., Muy Santo Padre, que taparse la nariz cerca de las cámaras de gas, y
transpirar calor de hornos de Auschwitz, en el transcurso de su misa
concelebrada!
Si se hubiese multiplicado el número de
cadáveres reales y normales por diez o por veinte, la estada de los muertos
hubiese podido conservar un cierto aspecto de verosimilitud. Pero al igual que
hemos visto en el caso del gaseamiento de 700 a 800 personas por dormitorio, al
mentir demasiado se llega a lo grotesco. Era precisa la insondable y apenas
imaginable estupidez de las masas para que semejantes extravagancias hayan
podido ser inventadas, contadas, filmadas, difundidas a los cuatro vientos y
CREIDAS.
¡”Yo creo –declara bravamente un
personaje del Holocausto- todo lo que se cuenta sobre ello”!
¡Declaración ejemplar!
Entonces, Muy Santo Padre, ¿cómo
imaginar un instante que en Auschwitz, en la hora de la concelebración,
mientras que todos los corazones estrechados por el amor de Dios y de los
hombres van a participar en la renovación del sacrificio, un sacerdote, un
Papa, podría en el momento en que levanta el cáliz al cielo, ser consciente de
que está encubriendo bajo su palio un despliegue de un odio tan bestial y de
unas mentiras tan extravagantes que están en el extremo opuesto de la patética
enseñanza de Cristo? ¡No! ¡Por supuesto que no! ¡No es posible! Vuestro mensaje
a cien pasos de la falsa cámara de gas de Auschwitz no puede ser más que un
mensaje de caridad, de fraternidad, igualmente de la verdad, sin la cual toda la
doctrina se hunde. Usted va a Auschwitz para recogeros, emocionado, en uno de
los altos lugares del sufrimiento humano cuyas causas y cuyos responsables
serán juzgados verdaderamente, objetivamente, con el tiempo, por una Historia
serena, y no recurriendo a testimonios obtenidos por la fuerza y a unas
divagaciones farsantes.
El Papa está por encima de todo esto.
Está a lado de las almas que sufrieron,
de las que en el sufrimiento, se elevaron espiritualmente, pues no existe pena,
ni calvario, ni agonía que no pueda llegar a ser sublime. Por ejemplo, en los
campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial en que tantos millones de
solados cayeron tras horribles sufrimientos, e igualmente en los campos de
trabajo en que tantos murieron víctimas de intereses que no entendían pero que
los aniquilaban; el sacrificio, el dolor físico y moral, la terrible angustia
convirtieron a miles de almas que en circunstancias normales se hubiesen
perdido en la mediocridad, en gloriosos ejércitos de héroes espirituales. Así fue
en Auschwitz. Fue así en el Frente del Este, a lo largo de los años de lucha y
de inmolación de millones de jóvenes europeos que de 1941 a 1945, hicieron
frente heroicamente al empuje del comunismo. Seguramente a través de toda la
historia de los hombres se han cometido atrocidades. Auschwitz, de todas
maneras, no habrá sido ni el primer caso, ni el último. Nosotros lo vemos de
sobra actualmente, cuando son masacradas por la aviación de Israel, ejecutando
la ley del Talión sobre unos inocentes, en memoria de los cuales, no se cantará
probablemente nunca una misa concelebrada… Numerosas potencias han abusado
muchas veces de su poder. Numerosos pueblos han perdido la cabeza. No uno
especialmente. Pero sí todos. Al lado de corazones puros y desinteresados que
ofrecieron su juventud a un ideal, Alemania tuvo, como todo el mundo, su lote
de seres detestables, culpables de violentas inadmisibles. Pero, ¿qué país no
ha tenido los suyos?
La Francia de la Revolución Francesa,
¿no ha inventado al terror, la guillotina, los ahogamientos en el Loira?
Napoleón no deportó, pero se movilizó por la fuerza a centenares de millares de
civiles de los países ocupados, ¡enviados a la muerte por su gloria! ¡Cincuenta
y un mil nada más Bélgica! Es decir, más que los belgas que murieron a lo largo
de la Primera Guerra Mundial o en los campos de concentración del III Reich.
Más cercano, un De Gaulle, ¿no presidió en 1944-45 la masacre de decenas de
millares de adversarios bautizados como “colaboradores”? Más recientemente aún,
en Indochina, en Argelia, Francia, “no hacinó a centenares de millares, de
campos de concentración extremadamente duros en donde tampoco faltaron los
sádicos? Un general francés hizo incluso elogio publico de la tortura.
¿Y la Gran Bretaña, con sus bombardeos
de ciudades libres como Copenhague? ¿Sus ejecuciones de cipayos atados en la
boca de los cañones, su aplastamiento de los bóers, sus campos de concentración
del Transuaal o en millares de mujeres y niños muertos en una miseria
indecible? ¿Y Churchill, desencadenando sus abominables bombardeos de terror
sobre la población civil del Reich, la calcinación por fósforo en las cuevas,
aniquilando en una sola noche alrededor de doscientas mil mujeres y niños en el
gigantesco crematorio de Dresden? “Alrededor de”, porque sólo se ha podido
hacer una estimación aproximada calculando el peso de las cenizas.
¿Y en los EE.UU.? ¿No han elevado su
potencia gracias a la esclavización de millones de negros marcados al fuego
ardiente como bestias, y gracias a la exterminación casi integra de las pieles
rojas propietarios de los terrenos ansiados? ¿No fueron ellos en 1945 los
lanzadores de la bomba atómica? ¿No han contado, entre sus tropas de Vietnam,
con indiscutibles verdugos?
Y no insistimos sobre las decenas de
millares de víctimas de la tiranía de la URSS y de los Gulags actuales, de los
cuales, temo que no se dirá nada, ni que usted visitará nunca como lo ha hecho
con el campo de Auschwtiz, vacío de todo ocupante desde hace decenas de años.
En Auschwitz, yo no querría empañar el
placer que usted va a tener al encontrarse en su país. Pero, ¡cuidado! Vuestra
patria valerosa, la cual Ud. Ha exaltado la elevación moral al glorificar a su
admirable patrón, San Estanislao, ¿no ha conocido también sus horas crímenes y
de envilecimiento? En el momento en que Ud va a pisar el suelo polaco de
Auschwitz que recuerda especialmente la última tragedia judía, resultaría poco
decente –si quiere ser justo- no evocar otros innumerables judíos muertos
anteriormente por todo vuestro territorio, en unos progroms horribles,
torturados, asesinados, colgados durante siglos por vuestros propios
compatriotas. ¡Estos no han sido siempre unos ángeles, a pesar de ser tan
católicos!
Yo oigo todavía al Nuncio Apostólico de
Bruselas, el que fue después Cardenal Micara, anteriormente Nuncio en Varsovia,
cuando me contaba, en su excelente mesa, cómo los campesinos polacos
crucificaban a los judíos en las puertas de sus granjas.
“¡Estos cochinos judíos!” exclamaba
bastante poco evangélicamente el untuoso prelado.
Estas palabras fueron pronunciadas tal
cual, créame.
La Iglesia misma, Muy Santo Padre, ¿ha
sido siempre tan blanda? Incluso en pleno siglo XVIII, quemaba aún judíos con
gran aparatosidad. En plena ciudad de Madrid, particularmente. Pero, ¡los
quemaba VIVOS! La inquisición no ha sido un pacífico redil. Las masacres de los
albigenses se perpetraron bajo la égida de Santo Tomás de Aquino. Los
asesinatos de la noche de San Bartolomé causaron la alegría del Papa, vuestro
predecesor, que se levantó en pena noche para festejar con un Tedéum entusiasta
tan alegre acontecimiento, ¡y ordenó incluso conmemorarlo con una medalla! ¿Y
las treinta mil llamadas “brujas”, calcinadas piadosamente a lo largo de la
Cristiandad? Incluso en el pasado siglo, el papado restablecía aún en Roma el
ghetto. En fin, Muy Santo Padre, que no valemos mucho, bien seamos Papas o
Ayatolas, parisinos o prusianos, soviéticos o neoyorquinos. ¡No hay por qué ser
exageradamente orgulloso! Todos nosotros hemos sido, en nuestros malos
momentos, tan salvajes los unos como los otros. Esta equivalencia no
justificada nada ni a nadie. Incita, sin embargo, a no distribuir con demasiada
impetuosidad o benevolencia las excomuniones y las absoluciones.
Sólo se rechazará el salvajismo humano,
respondiendo al odio con la fraternidad. El odio se desarma, como todo se
desarma, pero no ofreciéndolo y exasperándolo, como en el caso de Auschwitz, a
fuerza de exageraciones locas, de mentiras y de falsas confesiones llenas de
contradicciones flagrantes arrancadas por la tortura y el terror en las
prisiones soviéticas, pues tanto valían las unas como las otras en los tiempos
odiosos de Nüremberg.
Algunos hubiesen podido pensar que los
filibusteros del exhibicionismo concentracionario y los falsarios que hicieron
del asunto de los “seis millones” de judíos la estafa financiera más
remuneradora del siglo, iban a poner al fin un término a esa explotación.
Gracias a todo el aparato de la grandiosa ceremonia religiosa que va,-en
vuestra presencia-, a desplegarse entre los falsos decorados del plató de
Auschwitz, en medio de un gigantesco banquete de televisión y de prensa, se
intentará cualquier cosa para convertiros en avalista indiscutido de estos
cheques del odio. Vuestro nombre vale su peso en oro para todos los gángsters.
Saldrá en el mundo entero como si el primer Holocausto no fuera suficiente, un
Holocausto número 2 que habrá costado un millón de dólares como el otro, ya que
Vuestra Santidad habrá suministrado absoluta y gratuitamente, a unos indecentes
escenógrafos, la más fastuosa de las figuraciones.
El Holocausto número 1, cualquiera que
haya sido su difusión y su impacto entre los tontos, no ha sido más que un
gigantesco alboroto hollywoodiano, de una rara vulgaridad, y destinado ante
todo a vaciar centenas de millones de bolsillos de espectadores no advertidos.
Pero los estragos no podían ser más que pasajeros; se debería notar que las
extravagancias bufonescas, no resistirían el examen concienzudo de un historiador.
Por el contrario, vuestro Holocausto, Muy Santo Padre, filmado con una gran
pompa en Auschwitz, por un Papa en carne y hueso, revestido de toda la
majestuosidad pontificial y ungido de veracidad, de cara en un altar
inviolable, sobre todo en la hora del Sacrificio, este Holocausto número 2
arriesga aparecer a los ojos de una cristiandad burlada por unos manipuladores
sacrílegos, como una confirmación casi divina de todas las elucubraciones
montadas por unos usureros llenos de odio.
Ya vuestra evocación ante las tumbas
polacas de Montecasino, de una guerra de la cual –si se cree lo que ha dicho la
prensa internacional- S.S. no ha retenido más que ciertos aspectos
fragmentarios y partisanos, han inquietado a muchos fieles. Vuestra comparecencia
ostentosa en Auschwitz no puede sino inquietar aún, Muy Santo Padre, pues no es
dudoso que se os va a “utilizar”. Es tan evidente que revienta los ojos. Unos
filibusteros de la prensa y de la pantalla han decidido haceros caer, con la
mitra por delante, con vuestra sotana blanca toda nueva, en esta trampa de
Auschwitz. Sin embargo esta ceremonia religiosa no puede representar a vuestros
ojos, en la hora de la concelebración, otra cosa que una llamada a la
reconciliación, y de ninguna manera una llamada al odio entre los hombres.
“Homo homini lupus: dicen los sectarios.
“Homo homini frater” dice todo cristiano que no es un hipócrita. Nosotros somos
todos nosotros hermanos, el deportado que sufre detrás de las alambradas, el
solado intrépido crispado sobre su ametralladora. Todos los que hemos
sobrevivido a 1945, Ud., el perseguido convertido en Papa, yo, el guerrero
convertido en perseguido, y millones de seres humanos que hemos vivido de una
manera u otra la inmensa tragedia de la Segunda Guerra Mundial con nuestro
ideal, nuestros anhelos, nuestras debilidades y nuestras faltas, debemos
perdonar, debemos amar. La vida no tiene otro sentido. Dios no tiene otro
sentido.
Entonces, de verdad, ¡qué importa el
resto! El día que Ud. Celebre la misa en Auschwitz a pesar de las imprudencias
espirituales que puedan comportar la toma de posiciones de un Papa en unos
debates históricos no conclusos, y a pesar de los fanáticos del odio que, sin
tardar mucho, van a explotar la espectacularidad de vuestro gesto, yo unir
desde e fondo de mi exilio lejano mi fervor vuestro.
Soy, Muy Santo Padre, filialmente
vuestro.
León
Degrelle
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